EL TIEMPO
Así cayeron Las
Gemelas...
Nueva York
era una ciudad en shock. El shock de una ciudad bombardeada. El codirector de EL TIEMPO,
Enrique Santos Calderón, fue testigo de excepción de cómo se vivió el drama ayer en la
Gran Manzana.
Sus habitantes deambulaban atónitos, como zombis, por las calles. Desde cualquier esquina se veían las gigantescas columnas de humo que surgían del corazón financiero en donde, hasta esta mañana trágica, se erguían, poderosas y altivas, las Torres Gemelas.
Ese símbolo de la ciudad, que se había desplomado ante los ojos estupefactos de todo el mundo. En vivo y en directo. Transmitido por más de veinte canales de televisión. Una noticia, un hecho más alucinante y espeluznante que cualquier película de Hollywood sobre el terrorismo internacional.
Las caras de los neoyorquinos transmitían un solo sentimiento: estupor.
Por las avenidas vacías de Manhattan, solo el estruendo de ambulancias, carros de policía y máquinas de bomberos perturbaban el extraño silencio que se había apoderado de una metrópolis que no podía creer lo que le había ocurrido.
Y lo que seguía ocurriendo. Porque si a las 3 de la tarde el presidente George W. Bush no había regresado a la Casa Blanca, los angustiosos llamados oficiales a mantener la calma sonaban por lo menos risibles.
Pero era el país entero el que no podía creer que había recibido semejante golpe en el corazón. El ataque fue sicológicamente contundente: las Torres Gemelas en Nueva York y el Pentágono en Washington representan la entraña misma de esta nación. La evacuación de la Casa Blanca y el Capitolio y también de Disneylandia, en Orlando; el cierre de fronteras; la cancelación de vuelos; la suspensión del campeonato nacional de béisbol y de los Grammy musicales indican la profundidad del cimbronazo.
Además de estupefactos o indignados, los neoyorquinos reaccionaron de manera diversa. Muchos se volcaron sobre los puestos de donación de sangre. Abundaron las historias de solidaridad humana entre las ruinas. Y también las de vulgar materialismo. Algunos se dedicaron a escarbar como buitres entre los escombros, a la búsqueda de algún macabro souvenir de este trágico día.
La mayoría estaba pasmada y cariacontecida. También había rabia. Me tocó ver cómo sacaban a empellones de un pub irlandés a un joven negro que había gritado que él no iba a pelear en guerra de blancos. Bares repletos de clientes desconcertados y tensos, supermercados más llenos que nunca, las calles vacías en un día soleado y espléndido de septiembre el septiembre negro de Estados Unidos que podría parecer un día de fiesta. Si no fuera por la triste y callada indignación que se respiraba en las calles.
Solo hacia las 3 de la tarde comenzó a disiparse el polvo que produjo el colapso de las torres. Y es que en ese riñón financiero del bajo Manhattan era como medianoche a mediodía. De esa negra nube salían figuras cubiertas de ceniza, que me recordaron los fantasmagóricos sobrevivientes de la avalancha de Armero.
Símil banal. Porque nada tiene que ver una tragedia natural que en Colombia produjo 25 mil muertos, con el ataque terrorista que sufrió Estados Unidos. Y que aun, a las 8 de la noche, no se sabe cuántas víctimas produjo.
Asombra que en el reino de la tecnología y la rapidez informativa, las autoridades no se atrevan a sugerir siquiera un número aproximado de muertos. Y tampoco los medios informativos, que ante la noticia más dramáticamente sensacional de los últimos tiempos han observado una sorprendente sobriedad. Solo han sido transmitidas las cifras oficiales de policías y bomberos desaparecidos entre los escombros y las de los pasajeros de los aviones secuestrados. Nadie se atreve a especular sobre cuántos centenares ¿miles? de inocentes ciudadanos perdieron su vida en este 11 de septiembre del 2001. La fecha más traumática y trágica en la historia de USA.
Más, por supuesto, que el bombardeo de Pearl Harbor de 1942. Un ataque militar convencional, aunque perverso, del imperio japonés del sol naciente contra una lejana base en la isla de Hawai. Y que terminó, tres años después, con las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki.
Pero aquella fue una respuesta dentro de la guerra convencional; contra una nación claramente agresora. ¿Cómo, cuándo y contra quién reaccionará ahora el gigante despierto? De esta respuesta podrá depender el futuro inmediato de la paz mundial.
La alocución del presidente Bush, a las 8 de la noche, no fue la de un Roosevelt o un Kennedy. Tras su mirada insegura y su verbo balbuciente, se percibía la fragilidad de una potencia que puede construir escudos antimisiles en las galaxias, pero no impedir golpes tan demoledores a su bajo vientre.
ENRIQUE SANTOS CALDERÓN
NUEVA YORK